Instituto de Estudios de las Finanzas Públicas Americanas

  • Recaudadores muy discretos

LA DESIGUALDAD EN AMÉRICA LATINA

 

 

Por Bernard Duterme*, Le Monde Diplomatique, Nro. 226, Edición Marzo 2018

 

La estructura fiscal latinoamericana se caracteriza por su regresividad: las élites están sujetas a una tasa proporcionalmente menor a la de los sectores populares. La explicación hay que buscarla en la evasión fiscal y el trabajo en negro, pero fundamentalmente en la extraordinaria presión que ejercen los sectores que concentran el poder.

Ese 4 de mayo de 2017, en Managua, una delegación de alto nivel del Fondo Monetario Internacional (FMI) comunicó al gobierno nicaragüense sus recomendaciones para el próximo año: aumentar los ingresos fiscales mediante la eliminación de exenciones y exoneraciones así como gravar las ganancias de las empresas establecidas en las zonas francas (1).

¿Una institución financiera internacional encargada de señalar la hoja de ruta neoliberal que acusa a un gobierno –¡considerado socialista!– por su falta de audacia en materia impositiva? La situación no es tan peculiar. En el curso de la última década ha tenido lugar muchas veces en América Latina, donde el FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en el tema tributario, se han mostrado más redistributivos que la mayoría de sus interlocutores gubernamentales, tanto de derecha como de izquierda.

Sucesivos estudios e informes han demostrado hasta la saciedad que América Latina sigue siendo la región que registra las más fuertes desigualdades internas en la distribución de la riqueza. De los diez países con mayor concentración del ingreso en el 1% más rico de la población, siete son latinoamericanos (2). Es imposible entender el porqué sin mencionar las políticas fiscales del subcontinente que, si bien no son la única explicación, arrojan luz sobre esta desigualdad estructural.

Estructura impositiva regresiva

La economista y experta fiscal María Fernanda Valdés analiza: “La desigualdad de mercado, es decir la existente antes de que el Estado desempeñe su rol redistributivo por medio de las políticas fiscales, no es mucho más alta que la de los países europeos. Esto significa que la diferencia en la desigualdad de ingresos entre ambas regiones resulta de sistemas tributarios disímiles, que logran reducir las disparidades en Europa, pero no así en América Latina” (3). Así, según la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Coeficiente de Gini (que mide la desigualdad en los ingresos) baja sólo un 3% después de impuestos en el continente latinoamericano, contra un 17% en los países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE).

Por lo tanto, en América Latina la tributación no funciona como una herramienta de redistribución, cohesión y justicia social. Naturalmente, las situaciones se caracterizan por un alto grado de heterogeneidad, con Brasil y Argentina exhibiendo una tasa impositiva 2,5 veces superior a la de República Dominicana y Guatemala, último del pelotón. Sin embargo, los niveles de recaudación se establecen en umbrales particularmente bajos. Las estructuras fiscales regresivas halagan a las élites, sujetas a una contribución que en proporción es menor a la de los sectores populares. La fórmula es bien conocida: pocas o ninguna deducción sobre la riqueza o la propiedad –apenas 0,8% del Producto Interno Bruto (PIB)– e impuestos sobre los bienes y servicios (que afectan por igual a pobres y ricos) cinco o seis veces más altos que los impuestos sobre la renta a las personas físicas, en teoría más progresivos. En 2015, el promedio continental de los impuestos indirectos recaudados ascendía al 10% del PIB; el de los impuestos sobre el ingreso de las personas físicas apenas fue del 1,8% (4). En comparación, en el mismo año este último impuesto representaba el 8,4% del PIB en los países de la OCDE y el 3,2% en África, es decir casi el doble del índice de América Latina. Si bien supera el 3% en México, Argentina y Uruguay, se mantiene por debajo del 0,5% en Bolivia y Guatemala.

La situación era aun más injusta a principios del siglo XXI, cuando el impuesto a la renta de las personas físicas alcanzaba un pico del 1% del PIB en la media continental. La tendencia va pues en aumento, a pesar de que la fiscalidad total en sus diversos componentes sigue siendo baja (21% del PIB en 2015 contra 18% en 2005), muy por detrás de la de los miembros de la OCDE (alrededor del 35%). En cuanto a los impuestos indirectos, el impuesto al valor agregado (IVA) y los correspondientes a la importación-exportación constituyen la mayor parte –más de la mitad entre 2000 y 2015–. Los impuestos corporativos, en particular los que gravan la extracción y comercialización de los recursos naturales no renovables, registraron un fuerte aumento que llegó a superar a sus equivalentes de la OCDE, antes de debilitarse después: aprovecharon plenamente el auge de las materias primas y el brote extractivo, para sufrir la caída de los precios en los mercados internacionales a partir de 2014.

Como lo analizan varias instituciones económicas y financieras internacionales, “las bajas recaudaciones tributarias sobre las rentas, las utilidades y el capital en América Latina se explican en parte por las generosas exenciones y altas desgravaciones otorgadas, así como por la evasión fiscal de los contribuyentes más ricos” (5). Otro factor explicativo es el peso, a menudo importante, del trabajo informal en la economía. Más allá de esas razones, la clave del estancamiento de cualquier evolución significativa hacia sistemas fiscales más eficientes y redistributivos se debe, sin duda, a la persistencia de estructuras sociales piramidales y, sobre todo, a la extraordinaria influencia de las élites y su control sobre los lugares de poder, que les permiten dictar las grandes orientaciones sociales y fiscales.

Reformas incompletas

 

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