Instituto de Estudios de las Finanzas Públicas Americanas

  • Las deudas de la democracia con la administración del Estado

El autor es Contador Público y Licenciado en Economía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Master of Public Administration, University of California, Berkeley. PhD en Ciencias Polìticas, University of California, Berkeley. Director del Programa de Posgrado en Administración Pública, Facultad de Ciencias Económicas, UBA. Investigador Superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Miembro del Consejo Científico del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo. Miembro del Plan Fénix

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La disponibilidad de información y las mejoras en las tecnologías de la comunicación van modificando las relaciones de poder y el papel del ciudadano en la gestión pública, generando las condiciones para una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre ciudadanía y Estado. Para avanzar en este proceso es necesario que los gobiernos estén dispuestos a ser controlados y que los ciudadanos estén dispuestos a controlarlos. Una deuda pendiente, un futuro que no debería ser utópico.

 

Desde la recuperación de la democracia en nuestro país, todos los gobiernos que se han sucedido a lo largo de las más de tres décadas transcurridas han propuesto con mayor o menor grado de explicitación diversos planes de modernización del Estado. Más allá de sus diferencias político-ideológicas, que por momentos produjeron un virtual desmantelamiento del aparato estatal y en otros condujeron a su activa intervención social, la comparación entre las promesas de una gestión pública moderna y la realidad de sus realizaciones concretas deja como saldo una deuda considerable.

En el mismo período, y en el plano teórico, diversos paradigmas intentaron renovar el pensamiento sobre la gestión pública. Así se sucedieron los modelos de la “nueva administración pública”, “nueva gerencia pública”, “reinvención del gobierno”, “buena gobernanza”, “gobierno electrónico”, “enfoque de servicio público” y, como última adición a la lista, “gobierno abierto”. Desde cierto punto de vista, esta constante búsqueda de nuevas fórmulas por parte de los estudiosos de la gestión estatal no expresa sino una evidente insatisfacción en el esfuerzo por cerrar la brecha entre el pensamiento y la acción de la reforma o modernización de la administración pública.

De todos modos, es evidente que los mayores avances en este campo se produjeron a raíz del extraordinario desarrollo experimentado durante los años recientes por las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). El gobierno electrónico primero, y el gobierno abierto más recientemente, han abierto enormes posibilidades para que la deuda de la democracia en materia de administración estatal pueda saldarse al menos parcialmente.

No cabe duda de que la electrónica ha transformado en muchos sentidos las relaciones entre la ciudadanía y el Estado, sobre todo en la simplificación de los trámites de los usuarios ante la administración. Pero a pesar de que los desarrollos tecnológicos suministran herramientas notables para el registro, transmisión y recuperación de la información, y de que las aplicaciones disponibles posibilitan mejoras importantes en los procesos de planificación, monitoreo y evaluación de la gestión, los déficits que se verifican en la práctica de la gestión pública continúan siendo importantes.

En el presente trabajo propongo reflexionar sobre las causas más profundas que podrían explicar los desafíos pendientes de la gestión pública. Si bien el análisis toma en cuenta, especialmente, la situación argentina, considero que la interpretación propuesta tiene un alcance mucho más general. Y como el actual gobierno tiene la intención de poner en marcha una nueva estrategia de modernización estatal centrada en el desarrollo de las TIC y la filosofía del gobierno abierto, me parece oportuno centrar mis reflexiones en este enfoque.

 

El dilema “principal-agente”

Como es bien sabido, un gobierno abierto supone absoluta transparencia de la gestión pública, promoción de la participación ciudadana en el diseño, control y evaluación de las políticas públicas, y colaboración entre las áreas de gobierno y con la ciudadanía. Dos brechas separan, a mi juicio, las promesas que abriga, de sus realizaciones. Por una parte, la distancia entre este ideal y los alcances de las iniciativas que tanto la Argentina como otros países de la región han incorporado en los planes de acción presentados a la Alianza del Gobierno Abierto (AGA), la red internacional reconocida para el desarrollo de esta modalidad de gestión. Por otra, la distancia entre las iniciativas incluidas en los planes de acción comprometidos y su concreta implementación. Vista desde esta doble perspectiva, la brecha es aún muy amplia y las realizaciones relativamente magras.
Son muchas las variables que podrían explicar esta doble brecha. Pero tal vez el núcleo principal de la explicación resida en la propia naturaleza de la relación entre los actores del GA –ciudadanía y gobierno– y el problema principal-agente implícito en ese vínculo. Y a este núcleo explicativo quiero dedicar mi reflexión en este trabajo.

En su planteamiento teórico, la cuestión o dilema de la relación principal-agente surge cuando una persona o entidad (el “agente”) tiene la capacidad de tomar decisiones en nombre de otra (el “principal”), que afectan positiva o negativamente sus valores, derechos o intereses. El conflicto se origina cuando el agente actúa motivado por una interpretación de su mandato que es guiada por sus propios intereses y no por los del principal. El problema se agrava cuando ambas partes, además de intereses divergentes, manejan información asimétrica, de modo que el principal no puede asegurar si el agente siempre actuó en el mejor interés del principal, especialmente cuando las actividades que son útiles para el principal resultan costosas para el agente y cuando ciertos aspectos de lo que hace el agente son, además de difíciles de observar, costosos para el principal. Cuanto más se desvía el agente de los intereses del principal, mayores son los denominados “costos de agencia”.

Si las partes no tienen información perfecta, el agente podría tener incentivos para actuar de modo diferente al que ocurriría en el caso inverso. Quienes posean información asimétrica cuya exactitud no puede ser monitoreada o cuestionada tendrán incentivos para comportarse de modo deshonesto o no beneficiando plenamente al principal, situación en que existe un riesgo moral involucrado. También pueden producirse situaciones de selección adversa cuando la asimetría de información conduce a la producción de bienes y servicios que no poseen la calidad esperada, en cuyo caso la selección puede ser adversa para el principal o el agente. Hasta aquí, el planteo teórico que ha originado más de un Premio Nobel de Economía y ha tenido también aplicación en la teoría política.

Como ha ocurrido con muchas teorías que pretenden explicar cómo funcionan las empresas o los mercados, el dilema de la relación principal-agente también sirve para comprender, en el terreno político, la naturaleza del nexo que vincula al gobierno con la ciudadanía. Algunos autores afirman que el problema de los ciudadanos es inducir a los políticos a que aumenten su bienestar, y evitar que persigan sus propios objetivos, en colusión con la burocracia o con intereses privados. En este vínculo, los ciudadanos son el principal, y los políticos, su agente. Pero ocurre que además de su relación genérica con los ciudadanos, los políticos también mantienen otros vínculos más específicos: por un lado, con los burócratas del aparato institucional del Estado y, por otro, desde el gobierno, con agentes económicos privados. Si bien ambos, burócratas y agentes económicos, son ciudadanos, sus relaciones con los políticos involucran intereses más específicos, que no siempre reflejan el “interés general” de la sociedad.

Los burócratas, por su parte, son agentes de su principal, los políticos, e indirectamente, de la ciudadanía. Por lo tanto pueden temer que un futuro gobierno les resulte desfavorable o no premie sus desvelos, por lo que buscarán protegerse del riesgo moral del principal evitando toda forma de control político. Por su parte, el gobierno en ejercicio puede temer que, de no ser reelecto, las fuerzas políticas triunfantes utilicen a la burocracia en su propio beneficio, por lo cual tendrá incentivos para aislar a la burocracia del control político, incluso al costo de resignar su propia influencia sobre la misma. De este modo, políticos y burócratas convierten a la burocracia en una maquinaria autónoma y, como tal, imperfecta, en tanto esa autonomía conspira contra el efectivo cumplimiento del rol del Estado al servicio de los intereses de la ciudadanía.
En la práctica, incluso en regímenes democráticos, el principal de la relación parecería ser el gobierno y no el ciudadano, que suele ser considerado como un “administrado”, es decir, un sujeto pasivo de esa relación. Aun con el respaldo que puede darle la letra constitucional (v.g., “nosotros, el pueblo”), la ciudadanía solo puede gobernar a través de sus representantes y, por lo tanto, a través del sufragio, instrumento de construcción de una supuesta voluntad colectiva. En cambio, son los representantes quienes tienen el poder y el derecho de fijar las reglas e indicar a su principal, los ciudadanos, qué deben hacer, con lo cual se invierte de hecho la relación jerárquica. Parte de la explicación de esta inversión reside en la asimetría de información existente entre gobierno y ciudadanía, como lo plantea el dilema principal-agente; pero también es cierto que otras asimetrías –como el monopolio de la coerción y el manejo diferencial de cuantiosos recursos económicos por parte del Estado– refuerzan esa relación asimétrica. Incluso la ideología, vista como recurso de quienes gobiernan, puede velar el conocimiento objetivo del desempeño estatal y, por lo tanto, cegar y sesgar la voluntad del electorado.

Indudablemente, la filosofía del GA descansa sobre dos pilares centrales: 1) el acceso a información inteligible que pueda ser utilizada por los ciudadanos para formar su opinión sobre los problemas de la agenda social y comparar tal opinión con una apreciación sobre las decisiones y resultados de la gestión gubernamental, y 2) la efectiva apertura de canales y mecanismos de participación, a través de los cuales la ciudadanía pueda incidir sobre la resolución de los problemas colectivos, intentando acortar la distancia entre su evaluación sobre la naturaleza de estos problemas, fundada en información objetiva y pertinente, y las políticas que considere más acertadas para resolverlos. En la medida en que políticos y burócratas comparten un interés por sustraer al aparato estatal del control ciudadano, procurarán que ninguno de los dos pilares consiga fortalecerse, por más esfuerzos retóricos en contrario.

 

¿Cómo poner al ciudadano en primer lugar?

Un modelo de sociedad socio-céntrico implicaría cumplir, hasta sus últimas consecuencias, aquel principio enunciado originariamente por Bill Clinton en su primera presidencia: “Put the citizen first”. Colocarlo en primer lugar implicaría, en el extremo, atribuirle realmente el papel de “principal” en la relación sociedad-estado, es decir, en un vínculo donde la ciudadanía funcionaría como mandante de su agente, el gobierno. En cambio, en un modelo estado-céntrico, la lógica de la relación principal-agente se invierte: el ciudadano se convierte en “administrado”, en “sujeto” de la gestión pública. Pero entonces, ¿cuáles son las posibilidades reales de que la ciudadanía pueda ejercer, efectivamente, su rol de principal?
La respuesta no es sencilla y tiene diversas aristas. Una es que el Estado está “organizado” y especializado para administrar la cosa pública, para formular sus políticas, implementarlas, monitorearlas y evaluarlas. Maneja información y posee un conocimiento experto sobre las diferentes cuestiones que la ciudadanía le encomienda, o que decide unilateralmente resolver. Si bien los ciudadanos también cuentan con organizaciones especializadas, como los partidos políticos, las entidades corporativas o las organizaciones sociales, sus respectivos valores e intereses suelen ser contradictorios, sus recursos de poder diferentes y sus estrategias de acción política variables. En principio, al menos, y aun cuando la organización estatal también se halla atravesada por diferencias importantes en estas variables, su capacidad para conciliarlas es considerablemente mayor, sobre todo, por su estructura jerárquica, su especialización funcional y su acceso diferencial a recursos materiales.

Otra arista del problema se relaciona con el carácter profesional de la gestión pública. Gobernar es una tarea remunerada. Este carácter introduce otro elemento diferencial importante al considerar al ciudadano como co-gestor. Por más que el mismo tenga un interés directo en la materia en que potencialmente podría estar interesado en intervenir, su quehacer y su medio de vida es otro. El ciudadano de la polis griega podía concurrir al ágora y participar activamente de la vida pública porque los esclavos se ocupaban de realizar las tareas del hogar. El ciudadano promedio no dispone del tiempo ni de la disposición para ocuparse de asuntos que, muy a menudo, ni siquiera llega a percibir si lo afectan o, en todo caso, en qué medida lo hacen.

Por otra parte, administrar es costoso. Si bien Internet y las TIC facilitan el procesamiento y transmisión de la información, los cambios institucionales y culturales implícitos en el GA exigen nuevos roles y nuevos mecanismos de interacción, tanto dentro del Estado como en la sociedad civil. Por ejemplo, responder a las consultas o pedidos de información de los ciudadanos exige una afiatada organización interna en el Estado, con funcionarios especializados y recursos materiales para atender tales demandas. La conversión de compromisos en rutinas institucionales supone un enorme despliegue, una nueva capa de funcionarios y una considerable masa de recursos destinados a reestructurar procesos, capacitar personal, adquirir equipos, desarrollar tecnologías y disponer de un considerable elenco de agentes públicos. Pocos planes presentados a la AGA tienen en cuenta este aspecto crítico, que indudablemente afecta la capacidad estatal de informar a la ciudadanía.

Pero aun suponiendo que los ciudadanos dispusieran de información completa y que esa información les permitiera conocer tanto qué hace su mandatario, el gobierno, como el grado en que ese desempeño satisface sus expectativas, intereses y/o valores, ¿cómo se procesarían sus demandas? ¿Cómo se aseguraría que ese procesamiento satisfaría el “interés general” en una sociedad atravesada por contradictorios intereses y enormes desigualdades?

Citaré a Marx para iniciar una respuesta. En La Ideología Alemana, Marx planteaba que el hombre no tiene más remedio que asumir un cierto rol al que se ve, en cierto modo, condenado por el esquema de división social del trabajo impuesto por el capitalismo. En cambio, en la sociedad comunista, “…cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos”.

Interpreto que “dedicarse a criticar” es una de las formas en que el individuo, bajo ese modo de organización social, podría participar en la esfera pública. Y al señalar que “la sociedad se encarga de regular la producción general”, está asignando a un colectivo social una tarea que no implica necesariamente la desaparición del Estado en el sentido planteado por Lenin. A Marx le interesaba especialmente la cuestión de la realización vital del individuo como salida de la enajenación generada por el capitalismo. Veía en la abolición del Estado capitalista la supresión del instrumento de dominación de clase. Pero ello no implicaba la desaparición del Estado como aparato institucional para la organización de la existencia social como medio para racionalizar la vida comunitaria. Marx no era anarquista.

 

Enfoques utópicos

Por cierto, la humanidad actual no suele cazar, pescar o apacentar el ganado, pero conserva el instinto crítico que a veces lleva al individuo a participar en cuestiones de la vida colectiva. Es innegable, asimismo, que la disponibilidad de información favorece el ejercicio de ese rol, lo que ha llevado a algunos a concebir sociedades utópicas en las que la capacidad de información y comunicación podría modificar profundamente las relaciones de poder y el papel del ciudadano en la gestión pública.

Así, por ejemplo, bajo el título Real Utopias, la revista PoliTIC & Society ha dedicado recientemente un número especial a recoger imaginativos aportes de científicos sociales sobre mundos posibles, en los que podrían implantarse diversos mecanismos de democracia deliberativa. Entre otras cosas, por ejemplo, los autores proponen 1) un feriado nacional, “Día de la Deliberación”, a celebrarse antes de cada elección nacional, en que los ciudadanos deliberarían sobre los méritos de los candidatos que rivalizan en la elección; 2) mecanismos de mutualismo de pares, o 3) variedades de cuerpos ciudadanos constituidos al azar, como conferencias prioritarias, paneles de diseño, asambleas ciudadanas, iniciativas de revisión ciudadanas y jurados de políticas.

En otro trabajo de la misma publicación se describe otro escenario futuro, Infotopia, imaginado como posible. En su visión utópica, los ciudadanos de Infotopia gozan de amplia información acerca de las organizaciones de las que dependen para la satisfacción de sus intereses vitales. La provisión de esa información está gobernada por principios de transparencia democrática. La transparencia urge a los ciudadanos a conceptualizar políticamente la información, como recurso para que las grandes organizaciones se comporten de manera socialmente beneficiosa. En esa visión, los esfuerzos ciudadanos tienen como destinatarios principales a las grandes organizaciones públicas, privadas y cívicas.

Según esta visión, la transparencia democrática en una sociedad semejante consistiría en observar cuatro principios. Primero, la información sobre las operaciones y acciones de grandes organizaciones que afectan los intereses ciudadanos deberá ser rica, profunda y rápidamente disponible para el público. Segundo, la cantidad de información disponible deberá ser proporcional al grado en que esas organizaciones pueden amenazar los intereses de los ciudadanos. Tercero, la información deberá ser organizada y provista de manera tal que resulte accesible a los individuos y grupos sociales que la utilizan. Finalmente, las estructuras sociales, políticas y económicas de la sociedad deberán organizarse de manera que permitan a esos grupos e individuos actuar sobre la base de la información pública revelada y divulgada en Infotopia.

Otro autor nos invita a imaginar cómo funcionaría, en el futuro, una sociedad hiperconectada, donde el conocimiento de lo que ocurre fuera casi instantáneo. Así, en una democracia más transparente, todos los ciudadanos pueden ver mejor lo que hacen los representantes del pueblo, quién está tratando de influenciarlos, qué resultados se producen en un lapso cercano al tiempo real; y junto con ello, todos en condiciones de conectarse más eficientemente con información relevante, así como con otros ciudadanos con similares intereses. Podría así generarse un contexto intensamente competitivo que desafíe a los intermediarios actuales tales como lobistas, grandes donantes, grandes medios de comunicación y grupos de interés. De suprimirse algunas de las barreras artificiales que mantienen la dependencia de los ciudadanos de los intermediarios, podrían generarse energías creativas y nuevas coaliciones para resolver problemas colectivos. La competencia por atención y recursos, junto con la capacidad de los ciudadanos de mirarse mutuamente y arrojar luz sobre los productores y solucionadores de problemas, podrían conducir a resultados gubernamentales más eficientes y satisfactorios.

Nadie puede afirmar que este mundo, todavía utópico, será posible. Pero si, como supone el autor, continúan creciendo la tendencia hacia la apertura del gobierno como plataforma, el involucramiento ciudadano en los procesos electorales y de gestión pública a través de redes sociales, y esto se acompaña de un mayor grado de transparencia en tiempo real, podría haber llegado la hora de comenzar a planificar para el nuevo “mundo feliz” que se avecina.

Formalmente, debería poder conocerse si los objetivos que el gobierno propuso alcanzar en su gestión fueron efectivamente alcanzados, ya que cualquiera fuere el caso, debería rendir cuentas a la sociedad por su desempeño. Para la sociedad, la rendición de cuentas representa la base de datos esencial para juzgar si el contrato de gestión entre principal y agente se ha cumplido, si corresponde o no renovarlo o si conviene probar con otros programas o con otros agentes. Para el Estado, entonces, mejorar la información sobre sus resultados equivale a tornar más transparente su gestión y, en caso de haber producido los resultados propuestos, a legitimar su desempeño y a aspirar –si ello fuera posible o deseable– a renovar el mandato de sus ocupantes. Por eso, todo esfuerzo que se realice para aumentar o mejorar la calidad de la información debería servir a una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre ciudadanía y Estado.

 

Una conclusión esperanzada

Todas las utopías recién reseñadas parten, como supuesto común, de la necesidad de que al menos se cumplan dos condiciones: que los gobiernos estén dispuestos a ser controlados y que los ciudadanos estén dispuestos a controlarlos. Evidentemente, los términos de esta sencilla fórmula no son componentes naturales de la cultura institucional de nuestras democracias. Al menos no de aquellas que con variables adjetivaciones han sido calificadas como formas sub-óptimas de este modo de organización política. Porque coincidentemente existe renuencia de los funcionarios estatales a tornar transparente su gestión, poniendo la información que la avala a disposición de la ciudadanía, y una relativa indiferencia de esta a que tal información le sea revelada. Por cierto, una afirmación tan rotunda merece una inmediata calificación, ya que también es verdad que muchos gobiernos generan regularmente información sobre su gestión y muchos ciudadanos solicitan o exigen información a sus gobiernos. Lo que pretendo destacar es que la disposición de unos y otros no resulta habitualmente suficiente como para asegurar que los gobiernos rindan cuenta y que la ciudadanía exija tal rendición.

No obstante, no hay razón suficiente para un pronóstico totalmente pesimista. Vistos en perspectiva, los planes de acción presentados a la AGA constituyen un avance positivo en la dirección que marca la concepción del GA. Además, si se tiene en cuenta que según la evidencia existente estos planes no son sino la punta del iceberg de esfuerzos mucho más extendidos y profundos, que comprenden a gobiernos locales, emprendedores individuales, empresas y organizaciones sociales, deberá concluirse que se ha puesto en marcha un movimiento destinado a perdurar y extenderse aún más, sin que puedan todavía vislumbrarse plenamente las transformaciones que podrían llegar a producir en las relaciones entre Estado y ciudadanía.

Al mismo tiempo, también es evidente que el camino por recorrer es todavía muy largo y que recién se están transitando en esta materia las etapas más “fáciles” o menos conflictivas de los cambios que anuncian, es decir, aquellas que no modifican sustancialmente el estilo de gestión estatal ni la natural falta de compromiso del ciudadano medio por involucrarse en esa gestión. En comparación con el triple y activo papel que la ciudadanía podría cumplir en el proceso de formulación de políticas, en la coproducción de bienes y servicios públicos y en el contralor de los resultados de la acción gubernamental, los avances son todavía incipientes, aun cuando, comparados con el pasado, resultan auspiciosos.

Lo que importa es tener conciencia de los obstáculos y desafíos que deberán superarse para continuar avanzado hacia el escenario imaginado. Sin duda, la tecnología es el gran aliado de esta empresa. A través de toda la historia de la humanidad la tecnología ha sido un factor fundamental de cambio cultural. La invención de la imprenta modificó la forma en que la experiencia humana y el conocimiento se transmitieron de generación en generación. La invención del estribo modificó la estrategia de las guerras. La “invención” de la retención en la fuente revolucionó la recaudación tributaria. Las TIC han transformado profundamente la manera de informarnos y comunicarnos. La tecnología también puede contribuir a “forzar” una cultura de la transparencia y la participación ciudadana, en la medida en que Estado y sociedad civil adviertan que todo el ciclo de las políticas públicas puede beneficiarse del aporte y la inteligencia colectiva de ambas instancias y que, en consecuencia, manifiesten una firme voluntad política y cívica para lograrlo.

http://www.vocesenelfenix.com/content/las-deudas-de-nuestra-democracia-en-el-campo-de-la-administraci%C3%B3n-del-estado

 

 

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